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Traducido por el Blog Católico: Religión la Voz Libre
Abandonando definitivamente la defensa del hombre y de los principios no negociables, la Iglesia ha aceptado la agenda 2030 de Naciones Unidas con objetivos a favor de la anticoncepción, el aborto y la promoción de una educación contraria a la naturaleza humana. La presión del enemigo y la debilidad del Vaticano explican el giro iniciado en 2015.
No hay duda: la Iglesia católica participa con convicción en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 de la ONU. El 15 de octubre de 2020, el Papa Francisco lanzó su Pacto Mundial por la Educación, y el 17 de diciembre de 2020, dijo que ve «con satisfacción que los gobiernos se han vuelto a comprometer a poner en práctica estas ideas a través de la adopción de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, en sinergia con el Pacto Mundial por la Educación.»
Ya en septiembre de 2015, con motivo de la aprobación de los Objetivos 2030 por parte de la Asamblea General de la ONU, Francisco calificó la adopción de la Agenda para el Desarrollo Sostenible como un «importante signo de esperanza si se aplica efectivamente a nivel local, nacional e internacional.» El 8 de marzo de 2019, hablando en una conferencia celebrada en el Vaticano, el Papa Francisco señaló que «la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, aprobados por más de 190 naciones en septiembre de 2015, fueron un gran paso adelante para el diálogo global, en el signo de una necesaria nueva solidaridad universal.»
La Iglesia es, por tanto, un actor activo en el juego.
En esos Objetivos, sin embargo, muchas cosas chocan abiertamente con la moral natural y católica. Dejando de lado muchas cosas importantes pero no centrales, como el clima o la emigración, detengámonos en lo que dice el punto 3.7 del objetivo de salud: «Garantizar el acceso universal a los servicios de atención de la salud sexual y reproductiva, incluida la planificación familiar, la información, la educación y la integración de la salud reproductiva en las estrategias y programas nacionales». Este objetivo se repite luego en el punto 5.6 sobre igualdad de género.
Todos sabemos que detrás de estas melifluas palabras se esconden el aborto universalizado, la anticoncepción financiada o impuesta y la negación de la vida y la familia. Esta última palabra -familia- ni siquiera aparece en ninguno de los 169 Objetivos de la ONU. ¿Cómo es posible, entonces, que la Santa Sede se entusiasme y colabore en su consecución?
Alguien podría decir: pero la Iglesia también puede seleccionar los Objetivos y hacer suyos los buenos y no colaborar con los malos. Esto, sin embargo, es imposible. El documento aprobado por la Asamblea General de la ONU dice que los Objetivos están «interconectados» y son «indivisibles», es decir, que se toman como un único «paquete». No cabe duda de ello, ya que la actuación de los actores en el ámbito de los «Derechos Sexuales y Reproductivos» -el entonces Secretario General Ban Ki-moon y los distintos Comités de Alto Nivel que se han creado- ha trabajado para asegurar la transversalidad de estos derechos, vinculándolos con la salud, la educación, la pobreza, el clima, la salud de los adolescentes y jóvenes, la escuela, etc. Por lo tanto, es absolutamente imposible separarlos de los demás, y los Observadores de la Santa Sede en la ONU lo saben muy bien. Por lo tanto, no hay coartadas.
Todo empezó en El Cairo, pero veamos algo muy importante que ocurrió después. En la Cumbre de la ONU sobre Población y Desarrollo, celebrada en El Cairo en 1994, se habían acuñado los conceptos de «salud reproductiva», «derechos reproductivos» y «derechos sexuales y reproductivos» y se había aprobado una plataforma de acción profusamente financiada.
En 2015, este programa se fusionó con el de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que entretanto se había ampliado de 2000 a 2015. De este modo, los derechos sexuales y reproductivos se incluyeron entre otros derechos humanos, como el acceso a la educación, al agua potable, a la atención sanitaria, y fueron así consagrados y propuestos universalmente como derechos humanos. Fue entonces cuando la Iglesia católica de Fco. debería haber levantado la voz, pero no lo hizo. Por el contrario, aprobó esos Objetivos «unificados» y declaró su compromiso con ellos.
En 1994, en El Cairo, y en 1995, en Pekín, la Iglesia, cuya delegación estaba representada entonces por el arzobispo (más tarde cardenal) Renato Martino, observador de la Santa Sede en la ONU, se había posicionado con orgullo contra los objetivos antivida y antifamilia que allí se habían propuesto, proyectándose como guía de los muchos países en desarrollo que se oponían a este nuevo colonialismo. ¿Por qué en 2015 esto ya no era así y ahora, a diez años del 2030, la Iglesia católica apoya lo que entonces se oponía?
Muchas pueden ser las explicaciones. La doctora belga Marguerite Peeters, directora de Dialogues Dynamics en Bruselas, ha registrado pruebas documentales de que los defensores internacionales de los Derechos Sexuales y Reproductivos habían preparado un plan de acción post-2015 que incluía cuatro líneas de actuación: ampliar el acceso a estos derechos, fomentar su aprobación por parte de los Estados, aumentar su cruce con otros derechos y -este es el punto central- cambiar las religiones desde dentro. Este último punto puede ser una de las explicaciones.
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