La fiesta católica de Nuestra Señora de los Dolores contradice las opiniones heréticas del apóstata anticatólico Jorge Mario Bergoglio

La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores se originó en Colonia en el siglo XV como respuesta a los herejes protestantes husitas

«Una espada atravesará tu alma…» 

La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores fue instituida por un sínodo provincial de Colonia en 1413 como respuesta a los herejes  protestantes husitas.

La devoción a Nuestra señora de los dolores viene desde muy antiguo. Ya en el siglo VIII los escritores eclesiásticos hablaban de la “Compasión de la Virgen” en referencia a la participación de la Madre de Dios en los dolores del Crucificado.

Otro Testimonio de la antigüedad de esta devoción es el Stabat Mater, atribuido al Beato Jacopone da Todi (1230-1306).

En 1233 se fundó la Orden de los frailes “Siervos de María”, que contribuyó en gran medida a la difusión del culto a Nuestra Señora de los Dolores.

Pronto empezaron a surgir las devociones a los 7 dolores de María y se compusieron himnos con los que los fieles manifestaban su solidaridad con la Virgen dolorosa.

La fiesta empezó a celebrarse en occidente durante la Edad Media y por ese entonces se hablaba de la “Transfixión de María”, de la “Recomendación de María en el Calvario”, y se conmemoraba en el tiempo de Pascua.

En el siglo XII los religiosos servitas celebraban la memoria de María bajo la Cruz con oficio y Misa especial. Más adelante, por el siglo XVII se celebraba el domingo tercero de septiembre.

El viernes anterior al Domingo de Ramos también se hacía una conmemoración a la Virgen Dolorosa, festividad conocida popularmente como “Viernes de los Dolores”.

Benedicto XIII extendió universalmente la celebración del “Viernes de Dolores” en 1472 y en 1814 el Papa Pío VII fijó la Fiesta de Nuestra Señora de los Dolores para el 15 de septiembre, un día después a la Exaltación de la Santa cruz.

La Iglesia siempre ha enseñado que la Virgen es Corredentora.

Extracto del Año  Litúrgico

NI IMPERFECCIÓN NI DEFECTO. — María no tuvo necesidad como nosotros de pasar de la vida purgativa a un estado de perfecta pureza. Desde el principio está ya en las alturas; a partir del primer instante el progreso de su alma sin mancha va a la par con el crecer de su cuerpo. Las luces de lo alto la iluminan cada vez más; un amor más fuerte que todo el atractivo de los bienes creados, y que se muestra cada día más invasor y dominante, la fija en Dios, a quien se ha dado por entero. En ella no cabe ningún desorden ni, sobre todo, pecado alguno. Está confirmada en gracia. El orden en ella es perfecto. Su alma totalmente unida a Dios tiene a raya las pasiones y sujetos los sentidos al servicio y al imperio amado de la voluntad de Dios. La rebelión no es en ella posible. Por su unión a un alma que así le comunica una belleza enteramente espiritual, el cuerpo no hace más que recibir la vida sin suscitar luchas ni turbaciones; es un cuerpo purísimo unido a un alma purísima y del todo sometida a ésta.

En María tampoco podemos sorprender nada, cuando estaba en la cuna, ni más tarde, de esos caprichos de niños, de esas pequeñas rebeldías, de esos aferramientos y de esas cóleras, de esos gritos y de esos lloros que con frecuencia se ven también en niños que son ya mayores. Verdaderamente la Santísima Virgen era una niña extraordinaria, niña por la edad, pero niña sobre todo en el sentido evangélico, niña, no por la ligereza, el capricho o la incostancia, sino por la docilidad tranquila, la sencillez pacífica, la total entrega a la voluntad de otro. Dueña de su inteligencia y de su querer, más ilustrada ciertamente que Joaquín y Ana en lo que es o no es conveniente, acepta de buen grado y con voluntad resuelta y alegre y, por consiguiente, con mérito, todo lo que toca a la condición natural del niño, la dependencia continua, la sujeción en todo, el puesto inferior, los mil actos de renunciamiento de que nos habló San Francisco de Sales, que se imponen a los niños sin conciencia ni mérito de parte de ellos.

La Santísima Virgen, en su infancia, sufre voluntariamente y de manera perfectísima “todas esas mortificaciones y contradicciones”; queda rebajada, según la expresión de San Francisco de Sales, porque es humilde de verdad y sólo quiere parecerse a una niña sencilla y ordinaria. “Dios, cantará más tarde, ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava”. Aunque es la primera después de Dios, y desde el primer momento la más encumbrada de las criaturas, es también la más humilde. ¡Es tan pequeño todo lo que no es Dios! Nadie lo ha comprendido aún, como esta niña, que no sabe hablar. Y nadie tampoco, ante Dios, tomó una actitud tan cabal como conviene, porque nadie, ni siquiera el serafín más encumbrado, pudo penetrar como ella en el todo de Dios y en la nada de la criatura. No obstante los inauditos dones que Dios la hizo, tiene plena conciencia de la distancia infinita que media entre Dios y ella. Y ve que en ella todo viene de Dios, que se inclinó no hacia los méritos personales, sino hacia la oscuridad, la sencillez, la pequeñez, la nada de su criatura. Por esa parte, nadie mejor que María dirije a Dios la ofrenda completa de todo lo que ha recibido; nadie como ella reconoce la soberanía absoluta de Dios, ni se entrega a su voluntad y a su beneplácito con más amor. “Heme aquí, que estoy en tus manos como un poco de cera, haz lo que quieras de mí, que a nada resistiré. Y era también tan dócil y sumisa, que la manejaba cualquiera, sin manifestar voluntad por esto o aquello, y de tal manera era condescendiente, que arrebataba en admiración. Desde entonces comenzó a imitar a su Hijo, que tan sumiso iba a estar a la voluntad de un cual quiera y que, aunque podía resistir a todos, nunca lo quiso hacer”.

DOS FIESTAS DE NUESTRA SEÑORA: LA NATIVIDAD Y LOS SIETE DOLORES. — Después de dedicar, el último recuerdo a la infancia de María y cerrar esta alegre Octava de la Natividad, he aquí que la Iglesia, sin transición, nos propone meditar hoy sobre los dolores que marcarán su vida de Madre del Mesías y de Co-Reparadora del género humano. En los días de la Octava, no venía a la mente la idea del sufrimiento, ya que entonces considerábamos la gracia, la belleza de la niña que acababa de nacer; pero, si nos hicimos la pregunta: “¿Qué será esta niña?” al instante habremos comprendido que, antes de que todas las naciones la proclamasen un día bienaventurada, María tenía que padecer con su Hijo por la salvación del mundo.

EL SUFRIMIENTO DE MARÍA. — A través de la voz de la Liturgia, Ella misma nos invita a considerar su dolor: “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad, ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor… Dios me ha puesto y como fijado en la desolación”. El dolor de la Santísima Virgen es obra de Dios; al predestinarla para ser la Madre de su Hijo, Dios la unió indisolublemente a la persona, a la vida, a los misterios, al sufrimiento de Jesús, para ser en la obra de la redención su fiel cooperadora. Entre el Hijo y la Madre tenía que haber comunidad perfecta de sufrimiento. Cuando ve una madre padecer a su hijo, ella padece con él y siente de rechazo todo lo que él padece; lo que lo que Jesús padeció en su cuerpo, María lo padeció en su corazón, por los mismos fines y con la misma fe y el mismo amor. “El Padre y el Hijo en la eternidad participan de la misma gloria, decía Bossuet; la Madre y el Hijo, en el tiempo participan de los mismos dolores. El Padre y el Hijo gozan de una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo beben del mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo tienen un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz. Si a golpes se destroza el cuerpo de Jesús, María siente todas las heridas; si se le taladra la cabeza a Jesús con espinas, María queda desgarrada con todas sus puntas; si se le ofrece hiél y vinagre, María bebe toda su amargura; si se extiende su cuerpo sobre una cruz, María sufre toda la violencia”.

CONDOLENCIA. — A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se la da el nombre de Condolencia. Condolencia es el eco fiel y la repercusión de la Pasión. Condolerse con alguno, es padecer con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores. De ese modo la Condolencia fué para la Santísima Virgen la participación perfecta en los dolores y en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban.

POR QUÉ PADECE MARÍA. — Parecería que no debía haber padecido la Santísima Virgen, ya que fué concebida sin pecado y no conoció nunca el menor mal moral. El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se le entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darla a ella el dolor como el más rico presente. Además convenía que, por la unión que tenía con su Hijo, pasase Nuestra Señora, a semejanza de él, por la muerte y por el dolor. De alguna manera era eso necesario para que aprendiésemos nosotros, de uno y de otro, cómo debemos aceptar el dolor que Dios permite para nuestro mayor bien. María se ofreció libre y voluntariamente y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y a la obediencia de Jesús, para así llevar con él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía. Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores ¿e su Hijo; tomó parte realmente en la pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo y con tranquilidad sencilla; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne, y hasta hay teólogos que opinaron que Nuestra Señora sintió en su cuerpo los mismos dolores que su Hijo en el suyo; podemos creer, en efecto, que María tuvo ese privilegio con el que fueron distinguidos algunos Santos.

(…)

MARÍA CORREDENTORA. — ¡ Oh, qué grande es entre las criaturas nuestra Judit! “Dios, habla el P. Faber, se diría que escogió lo más incomunicable de sus indivisibles atributos para comunicárselos a María de modo tan misterioso. Ved cómo la dió parte en la ejecución de los eternos designios del universo, del que fué en cierto sentido como causa y dechado. La cooperación de la Santísima Virgen en la salvación del mundo, nos ofrece un nuevo aspecto de su grandeza. Y, a la verdad, ni la Inmaculada Concepción de María Santísima, ni su Asunción gloriosa, nos darán concepto más alto que este apelativo de corredentora. «Sus dolores no eran absolutamente necesarios a la redención, pero, conforme a los designios de Dios, eran indispensables, por cuanto pertenecen a la integridad del plan divino. ¿No son, por ventura, los misterios de Jesús, misterios de María y viceversa? Parece cierto que todos los misterios de Jesús y todos los de María, ante Dios, no eran más que un solo misterio. Jesús es el dolor de María siete veces repetido, siete veces aumentado. En las horas largas de la Pasión, la ofrenda de Jesús y la de María estaban como fundidas en una sola; aunque diferentes esas ofrendas, es claro, por su dignidad y su valor, se ofrecían con disposiciones semejantes y como en un solo haz, exhalando un mismo aroma y consumidas por un mismo fuego; oblación simultánea que dos corazones sin mancha hacían al Padre por los pecados de un mundo culpable cuyos deméritos libremente habían tomado sobre sí”.

Sepamos juntar nuestras lágrimas con los tormentos de la gran Víctima y con las lágrimas de María. Conforme lo hayamos hecho en la vida presente, así podremos gozarnos en el cielo con el Hijo y con la Madre; si nuestra Señora es hoy reina del cielo y soberana del mundo, como canta el Versículo, no hay ningún elegido cuyos recuerdos dolorosos se puedan comparar con los suyos. Sigue al Gradual el patético lamento del Stabat Mater, que se atribuye al beato Jacopone de Todi, franciscano; en esa pieza encontramos una bella fórmula de oración y de reverencia a la Madre de los Dolores.

La Virgen María se le presentó a Santa Brígida de Suecia (1303-1373) y le comunicó lo siguiente: “Miro a todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos…Por eso tú, hija mía, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios”.

La Madre de Dios prometió, a través de la Santa, que concedería siete gracias a aquellas almas que la honren y acompañen diariamente, rezando siete Ave Marías mientras meditan en sus lágrimas y dolores.

San Alfonso María Ligorio cuenta que Nuestro Señor reveló a Santa Isabel de Hungría que El concedería cuatro gracias especiales a los devotos de los dolores de Su Madre Santísima:

1. Aquellos que antes de su muerte invoquen a la Santísima Madre en nombre de sus dolores, obtendrán una contrición perfecta de todos sus pecados.

2. Jesús protegerá en sus tribulaciones a todos los que recuerden esta devoción y los protegerá muy especialmente a la hora de su muerte.

3. Imprimirá en sus mentes el recuerdo de Su Pasión y tendrán su recompensa en el cielo.

4. Encomendará a estas almas devotas en manos de María, a fin de que les obtenga todas las gracias que quiera derramar en ellas.

El Papa Benedicto XIII. El 26 de septiembre de 1724, concedió una indulgencia de doscientos días por cada Padre Nuestro y cada Avemaría a aquellos que, con sincera contrición y habiendo confesado o con la firme intención de confesar sus pecados, reciten la Corona o Rosario de los Siete Dolores de María en cualquier momento. Viernes, o en cualquier día de Cuaresma, en el Festival de los Siete Dolores, o dentro de la Octava; y cien días cualquier otro día del año.

Clemente XII. El 12 de diciembre de 1734, confirmó estas indulgencias y, además, concedió:

1. Una indulgencia plenaria para aquellos que hayan rezado esta Coronilla durante un mes todos los días: Confesión, Comunión y Oraciones por la Iglesia, como de costumbre.2. Una indulgencia de cien años a todos los que lo reciten en cualquier día, habiendo confesado sus pecados, con sincero dolor, o al menos con el firme propósito de hacerlo.3. Ciento cincuenta años a quienes lo reciten los lunes, miércoles y viernes, y festivos de precepto, con confesión y comunión.4. Indulgencia plenaria una vez al año, en cualquier día, a quienes estén acostumbrados a recitarlo cuatro veces a la semana, a condición de la Confesión, Comunión y Recitación de la Coronilla el día de la Comunión.5. Doscientos años de indulgencia para todos los que la reciten devotamente después de la Confesión; y a todos los que lo lleven consigo, y lo reciten con frecuencia, diez años de indulgencia cada vez que escuchen Misa, escuchen un sermón o reciten el Padre Nuestro, y siete Avemarías, realizarán cualquier obra de misericordia espiritual o corporal, en honor de nuestro Santísimo Salvador, la Santísima Virgen María, o cualquier Santo, su abogado.Todas estas indulgencias fueron confirmadas por decreto del 17 de enero de 1747 y aplicadas a las almas del Purgatorio.

Con la lectura propia de la fiesta mariana que celebramos hoy del santoral del Año Litúrgico de  Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes podemos confirmar una vez más que el señor Jorge Mario Bergoglio Sivori es un apóstata que no profesa la fe católica. Este archiHereje anticatólico disfrazado de Papa es un anticristo enemigo de la Ley de Dios y el peor enemigo de Jesucristo,  de la Iglesia y de la Santísima Virgen María.

El apóstata Bergoglio fomenta las religiones falsas

Bergoglio alias ‘papa Francisco’ alienta a seguir falsas religiones

Bergoglio promueve la idolatría hacia sí mismo y el rechazo del Dios verdadero.

Por eso al hijo de perdición también se le conoce como el hombre sin ley que en contradicción con Dios hace lo que le da la gana.