Bergoglio acusó a los presos políticos que combatieron contra el comunismo de crímenes de Lesa Humanidad mientras defendió a terroristas marxistas

En Cuba, Bergoglio se negó a visitar a los presos políticos que se opusieron al sistema totalitario comunista castrista, en el Vaticano también se negó a recibir a las esposas y madres de los presos politicos de Venezuela que han combatido contra el sistema totalitario comunista opresor de Chaves y Maduro y siendo cardenal colaboró  con el marxismo , declarando para condenar  a los argentinos que se opusieron al terrorismo marxista, como criminales de Lesa Humanidad.

no fueron recibidas en el vaticano catolicas venezolanas

Es decir que para Bergoglio los únicos presos politicos para los que pide misericordia son los terroristas marxistas como la delincuente Milagro Sala y los que se opusieron al terrorismo marxista los acusa de crímenes de Lesa Humanidad para los que pide Venganza y que caiga  todo el peso de la Ley.

Víctor Fernández: “En estos casos, el Papa dice que hay que aplicar la ley sin atenuantes”.

La Nación: “Francisco ya habló varias veces sobre los temas relacionados con la dictadura. Siempre insiste en que no hay que pedir impunidad y que, especialmente en los delitos de lesa humanidad, hay que aplicar la ley sin atenuantes.”

Los que combatieron contra el comunismo castrista en Cuba, Venezuela y Argentina no son esos “hermanos en el Bautismo y en  la humanidad” ni  pertenecen a los “descartados” de la sociedad, los “desheredados e infelices, a los que se les ha robado el presente, de los excluidos y abandonados a los que se les niega el futuro, de los huérfanos y las víctimas de la injusticia a los que no se les permite tener un pasado” de los que habla Bergoglio, sino delincuentes marxistas como Milagro Sala y las subversivas asesinas marxistas Madres de la Plaza de Mayo. Aquí si no cabe recordar  las Palabras de Jesús   «Les aseguro que todo lo que hicieron con mis hermanos lo hicieron conmigo».

Francisco y el Terrorismo Marxista – Xavier De Bouillon

Francisco recibe a Hebe de Bonafini sin que ella se arrepienta y no quiere recibir ni a las Víctimas del Terrorismo Marxista ni a los Familiares de los Presos Políticos en Argentina.

Entrevista del Mundo con Berta Soler, líder de las Damas de Blanco

‘El Papa no habló ni de libertad ni de derechos humanos en Cuba’

Catapulta:
Es decir que para “Tucho” la rigidez “buena” es “aplicar la ley sin atenuantes” a los combatientes que defendieron al Estado nacional en la década del 70, pero nunca a los guerrilleros que pretendían conquistarlo,-apoyados desde Cuba-para implantar una tiranía comunista. En esa batalla cayeron los mártires Genta y Sacheri, cuya memoria es inexistente para la Iglesia argentina de hoy. (¿Estará todavía en algún pasillo de la UCA el retrato de Carlos?)

Bergoglio está excomulgado Latae sententiae por colaborar con el marxismo.

Bergoglio escondió libros marxistas en la Biblioteca de los Jesuitas y escondió a los subversivos marxistas utilizando los ejercicios espirituales como fachada para sacarlos del País.

Dr. Antonio Caponnetto lunes, 31 de mayo de 2010
MARXISTAS BUENOS Y CATÓLICOS MALOS

En plena concordancia con lo hasta aquí exhibido —reiterémoslo: una pseudohumildad grotesca y un criptojudaísmo vergonzoso— Bergoglio saca a relucir su tercera obsesión. Consiste la misma en mostrarse ponderativo y encomiástico con los enemigos de la Iglesia, omitiendo todo el vejamen y todo el daño inmenso que los mismos le han infligido y le siguen infligiendo a la Esposa de Cristo. En el trazo maniqueo de su criterio —que él pretende encubrir bajo las apariencias de lo ecuánime— a este polo de positividad sólo puede oponérsele uno de simétrica negatividad; y el mismo, curiosamente, está encarnado en los católicos. No en todos, claro, sino en los “fundamentalistas”. Hablemos claro: en los católicos ortodoxos.

Un primer ejemplo de bondad enemiga lo constituye Esther Balestrino de Careaga.

Para quienes no lo sepan, esta mujer –junto con todo su grupo familiar- era una activa militante del terrorismo marxista, procedente del Paraguay. Bajo el sosías de “Teresa” integró las primeras células que constituyeron la Agrupación Madres de Plaza de Mayo, recibiendo hasta hoy los homenajes laudatorios incesantes de la desaforada Hebe de Bonafini. (cfr. vg.)

No creemos que en la Argentina del presente haya un solo ciudadano que necesite que se le explique —cualquiera sea su posición ideológica— cuál es la verdadera misión que han cumplido y cumplen las llamadas “Madres de Plaza de Mayo”. Su adscripción a la guerrilla marxista internacional, y no sólo argentina, es explícita, frontal, sostenida, virulenta y particularmente belicosa.

Pero para Bergoglio, esta “simpatizante del comunismo” (sic) se trató de “una mujer extraordinaria”, a quien “quería mucho […] Me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente le debo mucho a esta mujer […] Fue raptada junto con las desparecidas monjas francesas. Actualmente está enterrada en la Iglesia de Santa Cruz” (pág. 34). “Tanto me enseñó de política” (pág. 147-148).

Iniquidades de los tiempos de los que Su Eminencia deberá rendir cuentas. No hay templos que alberguen los cuerpos acribillados de los civiles o militares católicos a quienes abatió el odio criminal del Comunismo. Pero una iglesia puede ser entregada a las bandas erpianas y montoneras, para que la conviertan en su bastión y en su cementerio. Y el responsable de tamaña profanación lo vive como un logro y una fiesta.

La segunda bondad encarnada es, para Bergoglio, la mismísima Bonafini. Los periodistas se la mencionan dándole pie para alguna observación crítica, para algún llamado tenue de atención, para algún módico tirón de orejas, habida cuenta de la aversión patológica que esta infame mujer viene desplegando desde hace décadas, cada vez con más desenfreno e insolencia.

“Hay también quienes ven actitudes de revanchismo”, le espetan los escribas. “Por caso, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini”. Lo que le están queriendo preguntar es, en suma, si actitudes rencorosas y vengativas como la de este monumento al odio “ayudan a la búsqueda de la reconciliación” (pág. 139). Y se lo están inquiriendo, no un par de macartistas, sino dos mascarones de proa de la izquierda nativa, de los tantos que hoy se sienten perturbados ante esta abisal frankenstein que han creado y ya no pueden controlar.

El Cardenal no admite las premisas implícitas y explícitas contenidas en el interrogante de los reporteros. Quien ya ha hecho el elogio de los desaparecidos, como si la condición de tal probara su inocencia y la justicia de su causa, justificará ahora plenamente a Bonafini: “Hay que ponerse en el lugar de una madre a la que le secuestraron sus hijos y nunca más supo de ellos, que eran carne de su carne; ni supo cuánto tiempo estuvieron encarcelados, ni cuántas picaneadas, cuántos latigazos con frío soportaron hasta que los mataron, ni cómo los mataron. Me imagino a esas mujeres, que buscaban desesperadamente a sus hijos, y se topaban con el cinismo de autoridades que las basureaban y las tenían de aquí para allá. ¿Cómo no comprender lo que sienten?” (pág. 139).

Hubo otras muchas mujeres —esposas, madres, hijas, novias, hermanas— a quienes los múltiples retoños de Bonafini asesinaron a mansalva. Mujeres cuyo dolor no subsidió el Estado, cuyo luto no financió la Internacional Socialista, cuyo llanto no rentaron los terrorismos estatales soviético o cubano, cuya venganza monstruosa no prohijó el oficialismo, cuyo rencor satánico no respaldó la jurisprudencia del Poder Mundial. Para estas mujeres heridas, anónimas y silentes, a quienes las actuales autoridades “basurean”, Su Eminencia no tiene una palabra de comprensión ni de consuelo. Tampoco para los cientos de soldados arbitrariamente detenidos por la tiranía kirchnerista, detrás de cada uno de los cuales existen otras muchas centenas de mujeres –católicas prácticas en gran número- a quienes se les ha cercenado la jefatura del hogar.

Hay más “buenos” previsibles nombrados al pasar. Angelelli, Mugica, los palotinos, las monjas francesas, los curas tercermundistas con el Padre Pepe Di Paola a la cabeza (pág. 106), los grandes heresiarcas “Hesayne, Novak y De Nevares” (pág. 140), los “teólogos de la liberación” que “se comprometieron como lo quiere la Iglesia y constituyen el honor de nuestra obra” (pág. 82), los redactores de “Nuestra Palabra y Propósitos”, publicaciones ambas del Partido Comunista (pág. 48), y hasta el mismísimo Casaroli, a quien insensatamente pone de ejemplo (pág. 78), omitiendo que fue el artífice de aquella siniestra y ruinosa felonía denominada Ostpolitik. Para el glorioso Cardenal Mindszenty (cada llaga recibida en las cárceles comunistas lo nimbó de gloria) Casaroli era la imagen negra y enlodada de la “Iglesia de los Sordos”, negociadora ruin de la sangre mártir. Para Bergoglio, Casaroli es un modelo de la “Iglesia Misionera” (pág. 78).

“Helada y laboriosa nadería, fue para este jesuita” la Barca de Pedro, diría Borges de Su Eminencia, perdonando por contraste y post mortem a Gracián. Porque en rigor, tanto sorprende la gélida conducta con la que encomia a los peores lobos, como la nadidad a la que reduce a quienes debería tener por arquetipos, si fuera un verdadero creyente. Los óptimos, para el obispo, están cruzando la raya de la Iglesia y confrontando con Ella.

Al fin, y como anticipábamos, si los buenos de la cinematografía bergogliana son todos rojos, aquellos pasibles de reproches y de acrimonias son ciertos católicos claramente identificables como tradicionalistas, o simplemente católicos, apostólicos y romanos. Por ejemplo, los que esperaban que Benedicto XVI criticara “al gobierno de Rodríguez Zapatero por sus diferencias con la Iglesia en varios temas”, como el “del matrimonio entre homosexuales”, sin darse cuenta de que “primero hay que subrayar lo positivo, lo que nos une” (pág. 80). Qué puede unir a un católico con un gobierno manifiesta y exacerbadamente anticatólico, no se aclara. Pero la intención es evidente: Zapatero tiene cosas “positivas” que nos permitirían “el caminar juntos” (pág. 80). Los desviados son los fundamentalistas que anhelan que el Vicario de Cristo condene a un rufián y a un régimen político en el que Satán se enseñorea a su antojo…

¿Debe extrañarnos? Quien puede lo más puede lo menos. Criptojudío, filomarxista, pro tercermundista, propagador de heterodoxias —de manera formal, externa, pública y notoria—

EL COLABORACIONISTA

Hemos dejado para el final la obsesión central y recurrente de este libro. Posiblemente su causa eficiente y uno de sus principales motores.

Aunque con toda deliberación no se lo menciona, el fiero y terrible replicado en El Jesuita es Horacio Verbitsky. Porque fue y es este sicario mendaz quien más lo hostilizó a Bergoglio inventándole un pasado supuestamente derechista, un presente opositor antikirchnerista y unos antecedentes o comportamientos que lo vincularían con el Proceso. En suma, para Verbitsky, el Cardenal sería culpable del mayor de los males concebibles en todos los tiempos, períodos, latitudes y esferas: no haber hecho nada a favor de los desaparecidos, convirtiéndose así en aliado de la represión militar.

A efectos de replicar esta especie —que para un hombre como Bergoglio es mucho más grave que si lo acusaran de calvinista, de arriano, de sacrílego o de invertido— lo primero que hace es comprar el paquete entero de la historia oficial elaborada por el marxismo dominante. Y demostrar, además, que el paquete comprado le merece plena confianza.

Por eso los elogios a la terrorista paraguaya, la amplísima comprensión y ninguna condena a la Bonafini y su banda comunista, las majaderías hacia el clero tercermundista, la aquiescencia frente a la Teología de la Liberación, las decenas de contemporizaciones con el marxismo, los intencionales aplausos a los “luchadores por los derechos humanos”, y la canonización del clero y del monjerío partícipes activos de la Guerra Revolucionaria. Por eso el guiño constante de aprobación para los nombres de Mugica, Angelelli, Argibay o Zaffaroni, y el llanto y rechinar de dientes para las Fuerzas Armadas y de Seguridad.

En los disturbios del 20 de diciembre de 2001 —causados, sin duda, por el nefasto gobierno de De la Rua—, varios policías cayeron salvajemente agredidos por la turbamulta de piqueteros que invadió la Plaza de Mayo. Uno de ellos fue literalmente linchado, sin que sus compañeros pudieran rescatarlo a tiempo. Bergoglio, que observaba los trágicos sucesos, sólo vio lo que quiso. “Llamó al Ministro del Interior […] para detener la represión […] al ver desde su ventana en la sede del Arzobispado cómo la policía cargaba sobre una mujer” (pág. 18). Es apenas un primer ejemplo, pero el maniqueísmo ideológico queda retratado; y el servilismo al pensamiento único también. La policía represora es siempre malvada. Los manifestantes populares son fatalmente buenos.

“Durante la última dictadura militar —cuyas violaciones a los derechos humanos, como dijimos los obispos, tienen una gravedad mucho mayor ya que se perpetran desde el Estado— hasta se llegó a hacer desaparecer a miles de personas. Si no se reconoce el mal hecho, ¿no es eso un modo extremo, horripilante, de no hacerse cargo?” (pág. 138).

Es apenas un segundo ejemplo, pero bien que representativo. El mito basal de las izquierdas es asumido íntegramente por el discurso oficial del Cardenal. El “Proceso” fue una “dictadura”; el Estado Argentino fue terrorista (pero no así los Estados Cubano, Soviético y Chino que sostenían la guerrilla); los desaparecidos se convierten en incuestionables seres en virtud de la inmoralidad del procedimiento que los hizo desaparecer; y el metro patrón para medir la maldad de un gobierno es la violación a los derechos humanos, concebidos ya sabemos cómo: como se conciben desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Bolchevique.

Esta es, pues, la obsesión hegemónica de Su Eminencia. Que se lo tenga por un hombre políticamente correctísimo, depósito y heraldo del pensamiento único, lo que implica, en primer lugar, haber combatido “la Dictadura” y cooperado con sus “víctimas”. Gran parte del capítulo trece esta dedicado a probarlo. “A mí me costó verlo [se refiere al sistema represivo], hasta que me empezaron a traer gente y tuve que esconder al primero” (pág. 141).

Su Eminencia, claro, da por sentado lo que los reporteros y el imbecilizado público en general acepta a priori y sin condicionamientos: que el escondido era un joven idealista, perseguido injustamente por las brutales fuerzas del orden. La posibilidad de que estos escondidos, al igual que los palotinos y las monjas francesas —a cada rato llorados por Bergoglio— fueran activistas guerrilleros, ideólogos o cómplices activos de la Guerra Revolucionaria que asolaba a la Nación, ni se le pasa por la cabeza. Ni siquiera ante la abundancia de constataciones que hoy permiten saberlo.

Nada le importan la verdad ni el juicio ecuánime sobre los hechos pasados. Su conciencia no sufre mella alguna con mirada tan unilateral y tendenciosa. Los militares eran artífices de “la paranoia de caza de brujas” (pág. 149). Sea anatema su obrar, sin matices. Sus perseguidos, en cambio, –como los dos “delegados obreros de militancia comunista” (pág. 148) por los que procuró interceder y rescatar- son presentados amorosamente como “los dos chicos” de una “viuda” que “eran lo único que tenía en su vida” (pág. 148). Inofensivos chicos los guerrilleros. Paranoicos cazadores de brujas los militares. ¿Se necesita algo más para insertarse en la burda dialéctica de la historia oficial?

Huero de toda templanza en los juicios, y asustado cuanto ansioso por demostrar que estuvo en el bando de los derechos humanos, lo que le importa a Bergoglio es cohonestar cuanto antes la versión instalada: la represión castrense fue repudiable, todo el que la padeció merece ser defendido, protegido y homenajeado por la Iglesia. Es más, la Iglesia se justifica y se lava en la medida en que pueda demostrar que, durante aquellos años, estuvo del lado de los perseguidos por las Fuerzas Armadas, y tuvo sus propios “mártires” causados por la soldadesca procesista.

Por eso el empeño de Bergoglio en narrar con detalles cómo “en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, escondí a unos cuantos” (pág. 146), resultando ser hasta “los largos ejercicios espirituales” en el instituto “una pantalla para esconder gente” (pág. 147). Cómo “luego de la muerte de Angelelli” (a cuyo homenaje cuenta haber asistido) “cobijé en el Colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis” (pág. 146). Cómo sacó del país “por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí, con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergyman y, de esa forma, pudo salvar su vida” (pág. 147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a “dos delegados obreros de militancia comunista”, por cuya vida le había pedido que mediara Esther Balestrino de Careaga (pág. 148).

Entusiasmado por dar noticias de sus proezas a favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni siquiera repara en que está confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que llega al punto central de su riña con el incalificable Verbitsky, y entonces jura y rejura, en largas parrafadas, (págs. 148-151) que estuvo siempre del lado de Yorio y Jalics, dos de los tantos jesuitas que fungieron de apoyo —intelectual y físico— a los planes de la Guerra Revolucionaria.

Son páginas sin desperdicio para medir el fondo del pecado y del temor servil al que ha llegado este desventurado pastor. Su afán de mostrarse colaboracionista del Marxismo alcanza aquí a su punto culminante. Porque esta es la tragedia veraz que no podrán seguir ocultando los artesanos del lavado de cerebro colectivo.

Durante aquellos años, la patria argentina fue blanco de una guerra, declarada, conducida y financiada por el Internacionalismo Marxista, como parte del programa total de la Guerra Revolucionaria. En esa contienda, Bergoglio estuvo del lado de los enemigos de Dios y de la Patria.

Con cálculo preciso, y para que la delimitación de posiciones ideológicas ya no admita vacilaciones, se le cede la palabra a Alicia Oliveira. Por si algún lector desprevenido no registrara a esta vieja militante izquierdista, los escribas nos la presentan de este modo: “Firmante de cientos de habeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicada a luchar contra las violaciones a los derechos humanos […] Con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia [se desempeñó] como Representante Especial para los Derechos Humanos de la Cancillería” (pág. 152).

Y Oliveira habla. Declara su “larga amistad” con el Cardenal “que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar” (pág. 152). Cuenta que, dada su ostensible inserción en los planes de la guerra revolucionaria —que ella llama eufemísticamente “compromiso con los derechos humanos” (pág. 153)— el Cardenal “temía por mi vida” y le ofreció el Colegio Máximo como aguantadero. Cuenta cómo confió sus cuitas a Carmen Argibay —entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira— y cómo “tras la caída del gobierno de Isabel Perón” sus “reuniones con Bergoglio se hicieron más frecuentes” (pág. 153). También sus coincidencias ideológicas sobre “los militares de aquella época” (pág. 154), y la necesidad de salvarles la vida a quienes ellos perseguían (ídem).

“Yo iba con frecuencia, los domingos, a la Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que muchas de las comidas que se servían allí, eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del país […] Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores marxistas” (pág. 154).

Emocionada con los altos y muchos servicios que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa, Oliveira recuerda que no sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento de los zurdos, sino la misma Universidad del Salvador, pues “muchos nos fuimos a resguardar allí” (pág. 155). Ella, en efecto, dictaba Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni, y “en sus clases hablaba con libertad”, analogando la “ley de ordalía” —que “los alumnos me decían que eso era horroroso”— “con lo que estaba pasando en el país” (pág. 155).

Una anécdota más le sirve a Oliveira para su apología de Bergoglio. Como el sodomita Zaffaroni estaba empeñado en traer al país a Charles Moyer, ex Secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al solo objeto de que fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas Armadas argentinas, y encontraba obstáculos para lograrlo, “le preguntó a ella qué podían hacer para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira recuerda: «¿Qué hice? Recurrí, claro, a Don Jorge, que me dijo que no me preocupara. Al poco tiempo cayó con una carta en la que la Universidad invitaba a Moyer a dar una charla sobre el procedimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos […] A su regreso, Moyer le envió a Bergoglio una carta de agradecimiento»” (pág. 156).

El afecto la desborda al evocar todos estos gestos tan significativos para la causa de los marxistas, y Oliveira culmina diciendo: “La verdad es que si lo hubieran elegido Papa, habría experimentado una sensación de abandono, ya que para mí es casi como un hermano y, además, los argentinos lo necesitamos” (pág. 157).

Los “argentinos”, varones y mujeres tan bien definidos, como Argibay y Zaffaroni, sin ninguna duda. Otrosí la cáfila de comunistas —laicos o clérigos— a quienes cobijó con complicidad activa. Los argentinos de verdad y los católicos en serio, difícilmente sientan necesidad de un lobo disfrazado de cordero.

El Cardenal aún no ha terminado de proferir su credo para el regocijo del mundo y de su príncipe. “Creo en el hombre”, declara (pág. 160). E interrogado sobre Kirchner, y específicamente sobre la fama que se le ha hecho de ser un opositor a su gestión, se ocupa con diligencia de redondear su pulcra corrección política. “Considerarme a mí un opositor me parece una manifestación de desinformación […] En 2006 le mandé [a Kirchner] una carta para invitarlo a la ceremonia de recordación de los cinco sacerdotes y seminaristas palotinos asesinados durante la dictadura, al cumplirse treinta años de la masacre perpetrada en la Iglesia de San Patricio […] Más aún, como no era una misa lo que iba a realizarse, cuando llegó a la iglesia, le pedí que presidiera la ceremonia, porque siempre lo traté, durante su mandato, como lo que era: el presidente de la Nación” (págs. 114-115).

Está claro. Si hubiera sido por Su Eminencia, la profanación hubiera sido doble. Rendirle homenaje a quienes coadyuvaron a los planes de la guerrilla, y hacer presidir dicho homenaje, en una parroquia, a quien a todas luces repugna de la Fe Católica y la persigue sin hesitar. Vamos entendiendo algunas de sus palabras esparcidas en el libro: “Muchos curas no merecemos que la gente crea en nosotros” (pág. 101). “Algunos podrán aseverar: «¡qué cura comunista éste»!” (pág. 106).


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